miércoles, 7 de diciembre de 2011

Pobreza urbana




LOS OLVIDADOS
publicado en CAMBIO del Estado de México 78, Nov. 2011

Por tercera vez en el día me limpiaban el auto en un semáforo. Se acercó en esta ocasión un joven con una playera blanca, sucia en el borde inferior, donde con frenesí sacudía su negro mechudo. Le hice señas de que no quería sus servicios. No hubo caso, con aplicación y energía inauditas para alguien que lleva horas bajo el sol respirando el humo de los carros, se dio a la tarea de repasar su mechudo sobre mi auto, es decir, sobre mi caparazón de clase media que me distancia del mundo real y que es mi concha protectora en el crucero de la realidad.
Tomé una moneda, bajé el vidrio y se la entregué al muchacho dándole las gracias. Me vio a los ojos y me regaló una sonrisa hermosa, buena. Y quise llorar. Permanecí otro rato detenida unos metros adelante y pude observar con profunda tristeza cuántos otros hombres deambulaban entre los vehículos, cada uno de ellos ofreciendo mercancía inútil, inverosímil, cosas de plástico absurdas, como absurda se le vuelve la vida a quien no tiene empleo fijo, ni prestaciones sociales, ni techo ni sanitarios en la jornada.
¿Quién diablos los lanzó a la calle? ¿Y el DIF y la SEP? ¿Y yo? ¿Me toca a mí ver por ellos o hay políticas públicas que ven por ellos? Las dádivas oficiales no los enseñan a pescar, al contrario, alientan con becas los embarazos de las adolescentes, reproducen la pobreza más rápido que el trabajo. Y estamos endeudados los mexiquenses y los mexicanos y debemos seguir esperando en los semáforos porque no tenemos transporte público y debemos dar monedas a los de abajo, a los olvidados, porque fueron traídos al mundo sin la torta bajo el brazo.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta que los recluten las bandas asesinas como ha ocurrido en Monterrey? ¿O hasta que la clase política los mire a los ojos y los vea? Pero desde los helicópteros no se ven los ojos, ni los semáforos ni los buses cafres ni las chácharas de plástico ni las adolescentes embarazadas. O hasta que la clase media meta al Seguro Social a sus domésticas para descubrir que por un año no tendrán derecho a ser atendidas por enfermedades crónicas ni por partos y que no podrán jubilarse más que con la pensión mínima sin haber cotizado en el INFONAVIT.
Algo huele mal, muy mal en esta sociedad que no ve la mirada ajena por fuera del vidrio del auto, y que se anestesia contra la tragedia cotidiana de la masa creciente de pobres, la que nos rodea en los cruceros y nos ofrece lo que no necesitamos a cambio de una moneda, una forma de distribución de la riqueza que ofende la dignidad y siembra encono. ¿De quién es el negocio de acrecentar la pobreza?